sábado, 1 de septiembre de 2007

Tony Soprano, o el silencioso lenguaje de los peces


¿Por qué nos gustan tanto las películas de mafiosos? Porque representan el único sueño americano. Nos decían que debíamos soñar con ser una marioneta de los medios, trabajar de sol a sol, comprar lo que ellos nos vendían. Lo decían sin decirlo, claro. Ya nos hemos dado cuenta de la trampa, aunque sospechábamos desde hace tiempo: un sueño nunca tiene una estructura fija, no tiene premisas, y menos, descritas desde afuera. En un verdadero sueño, siempre que tengamos la suerte de coger las riendas, se persigue saciar el deseo. A toda costa. La inmoralidad del vehículo para conseguirlo se perdona siempre: es el individuo el único que juega consigo mismo. En la realidad comenzamos a verlo de un modo parecido: lo inmoral empieza a resbalarnos. Si el estado posmoderno, ausente pero heredero del moderno de Hegel, nos tima, nosotros timamos al estado. En este nuevo terreno donde el juego está pervertido desde la federación, Soprano puede llegar a ser algo así como un nuevo libertario.

Ron Hawtin, DHK Magazine.



(NOTA: no sigas leyendo si piensas ver la sexta temporada de la serie).


Acaba de emitirse en Estados Unidos el último capítulo de la serie Los Soprano. Después de 86 episodios, la monumental obra de David Chase llega a su fin con un controvertido último episodio. Al final nadie sabe si a Tony Soprano, líder del clan mafioso de Nueva Jersey, lo han cosido a balazos o no. Dicho en el particular argot italoamericano: si sigue manejando el sindicato de la basura o ha terminado durmiendo con los peces.

Y lo mejor de todo es que no importa. Aunque no todo el mundo está de acuerdo, claro. El último capítulo de la serie fue el más visto de la historia televisiva de Estados Unidos. Más de 12 millones de personas se sentaban frente a la pantalla, con la tensión presionándoles el estómago. Al finalizar, miles de llamadas colapsaban la centralita de la cadena de pago HBO: eran clientes exigiendo que se les devolviera su dinero. Tras ocho años siguiendo la vida de un extorsionador de Nueva Jersey, el último capítulo dejaba en la boca de miles de espectadores el amargo sabor de una tomadura de pelo. Después de que unos guionistas les permitieran espiar sus movimientos durante ochenta horas de metraje (todo un lujo), se les niega un desenlace. Pero ¿es verdaderamente así? ¿se les ha negado?


Habría dado igual, en cualquier caso, lo importante de una historia es casi siempre lo que no se cuenta. Ahí radica, entre otras, la virtud de esta serie que es para muchos la mejor obra televisiva desde el Twin Peaks de Lynch. Plagada como está de cabos sueltos que se encuentran al cabo de los episodios, de metáforas descritas con miradas, ajustes de cuentas tácitas, diálogos no dichos, la serie avanza por la senda de la mejor literatura moderna, esa que nos alimenta desde Chejov. Llegados a este punto ya deberíamos saber, por ejemplo, que la foto del dorso de una mano esconde todas sus líneas, lo cual no implica que no las tenga la mano y que no las enseñe la foto. Entonces, ¿ha sido verdaderamente así? ¿han sido engañados esos espectadores?


Algunos habrán dejado ya de leer este artículo por miedo a perder la emoción de la sorpresa. Que no se preocupen. Chase da fin al clan, pero el espectador decide en última instancia. “El final abierto es un tributo a los seguidores de la serie, ellos aportarán su particular visión”, explica Chase, “no he pretendido ser audaz, ni reírme de nadie”. Chase es humilde, pero tiene admiradores audaces que no tienen necesidad de ser humildes y que han avisado, a quienes quieran saber, que puede no estar tan abierto ese final. Sólo hay que estar atento al movil de campanillas de la puerta en la última escena del episodio “Made in América”. Una escena que, por cierto, ha copiado Hilary Clinton para su campaña política, aprovechando el tirón mediático de la Familia.


Si algo he destapado es que, aparentemente, no hay catarsis. Porque a pesar de lo dicho -un hallazgo más a la lista-, Los Soprano no se puede destripar. Es imposible. Al menos en el primer visionado: los fieles seguidores de la familia tendrán que volver atrás una y otra vez en esa gran escena del restaurante de aritos de cebolla. Estudiar los planos, medir movimientos. Y cuando entiendan, otorgar aún el beneficio de la duda.


En la narración, como en la vida del hampa, hay que ser preciso. Y arriesgado. Como repite Anthony Soprano en uno de tantos diálogos con los que intenta justificar su heterodoxa manera de ganarse la vida: “Sin riesgo no hay beneficio”. Este principio lo ha llevado a la práctica el director y guionista David Chase al escribir este final, influenciado, como todos nosotros, por la particular moral de su propio hijo, Tony Soprano. Este personaje de sencillez compleja, extraordinariamente interpretado por James Gandolfini, es quien ha ganado la partida de la historia, obligando a su propio creador a escribir las cosas con su estilo. Soprano ha enseñado a Chase a hacerlo como nunca su sobrino podría haber soñado. Después de ocho años de aprendizaje, el creador de la serie se ha detenido un momento, lo justo para pensar el movimiento, para medirlo. Después ha disparado.

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