sábado, 4 de octubre de 2008

RAGE AGAINST ANTONIO MACHÍN

Todo conocedor de la escena del grop independiente de los años 10 ha oído hablar, a buen seguro, de Rage Against Antonio Machín. Esta banda lapizlázuli nació en el año 01 y durante sus tres años de existencia editó tres prodigiosos álbumes que han pasado a la historia de la música española, por encima de etiquetas. Unos clásicos a la altura de lo que Actares y Baterflay pilou supusieron en los 02.

Tras su separación en 2004 sus miembros entraron en un letargo del que pronto despertarían... El primero en hacerlo fue Rupert (el lúcido creador de las letras) con su nuevo proyecto Ña, ña, ña.

Parte de los otros miembros se embarcaron en una zodiac y se perdieron y la otra parte comenzó a escribir poemas y a extorsionar a los jurados de los premios más prestigiosos de España, consiguiendo así publicar ocho libros de pastas duras.

A principio de 2008 volvieron los de la zodiac, Ña, ña ña cayó en desuso y los poetas se cansaron de lamer, de modo que decidieron volver cantado en un castellano incomprensible que logra fagocitar una multitud de influencias para crear un sonido absolutamente impersonal.

Un gigante versátil y sensible que combina estupendas armonías con guitarras imposibles en su redebut Umpff (2004), 14 temas que maravillarán a aquellos que valoran en su justa medida la imaginación y el talento a la hora de hacer canciones, destruirlas y grabarlas.

En verano participan en el Festival Contempopránea, donde su disco es el más vendido en los stands merced a un directo vital y fresco, curtido a base de continuos conciertos por todo el país.

Alejados tanto de la publicidad como del sentido común, han permitido no obstante, haciendo una concesión de la que quizá se arrepientan, usar este blog para comentarios de sus fans y contratación.

domingo, 14 de septiembre de 2008


MUERE DAVID FOSTER WALLACE,
EL MEJOR ESCRITOR DEL SIGLO





No te olvidaremos nunca.



domingo, 7 de septiembre de 2008


24

Cuando desperté un sol opaco y ojeroso me miraba fijamente sin decir nada. Me resultó inquietante que sonriera débilmente como lo hacía. Parecía que tuviera conciencia y estuviera paladeando la mitad al menos de mis tribulaciones en la tierra.

Me levanté y fui hasta la plataforma imantada del tren. Recogí el bastón y el maletín y caminé por aquel desierto sin dirección. No tenía dolor de cabeza, pero mi cerebro parecía un botijo vacío. Estaba en cierta manera fresco, pero era inútil. Quién era yo o qué hacía allí eran preguntas que obtenían sólo una respuesta: tengo sed. Tenía una sed terrible, me había despertado con la boca pastosa y el sol parecía querer mostrar su poder con lo orgánico convirtiéndome en un ejemplo de combustión espontánea. El cuerpo me abrasaba. Sin embargo la cabeza, gracias quizá a aquel manto que cubría mi cabeza, se mantenía a una buena temperatura. Probablemente permanecer sin memoria y sin reflexión se debiera a un mecanismo de defensa de mi organismo contra el sol, pero puede que fuera un inevitable efecto del cúmulo desorbitado de sustancias que había ingerido en los últimos días. Esta última parte de la reflexión rompió los esquemas de la primera. Yo era drogadicto, recordé.

Me agaché, abrí el maletín y miré en los prospectos la siguiente dosis. Se llamaba Nacional 3 y tenía una muesca roja. Cogí la jeringa de implosión, la rellené con la ampolla y pulsé el émbolo sobre mi brazo con un suave y seco golpe de pulgar. Sorprendentemente, sabía hacerlo. Metí todo en la maleta de nuevo y me levanté apoyándome con el bastón. Con una sonrisa en los labios que interpreté como un desafío al helio, seguí mi camino. No me pregunté nada más. Ni dónde llegaría ni cuándo mis piernas dejarían de responder al movimiento inconsciente de infantería. Caminé y caminé durante horas, sintiéndome cada vez mejor, más liviano y más fuerte.

De pronto la luz del sol comenzó a apagarse. El horizonte contenía un color verdoso y gris. Hacia allí había decidido dirigirme desde el principio con una pizca de sentido común que encontré resbalando por dentro de la cabeza. Las nubes cubrieron la luz, pero un poco antes de que ocurriera, me quité el turbante albanés y me mesé el pelo. Noté que mi cara era áspera y dura, y que estaba muy abombada. Luego palpé la boca del jarro, el pitorro y el asa semicircular. Mi cabeza era un auténtico botijo. Saqué la lengua y la toqué con la punta de mis dedos. Su roma punta se afiló para salir mínimamente por la boca circular hecha de arcilla. Miré mis manos, pero el gesto no obtuvo los frutos que esperaba, pues aunque incliné el cuello, sólo me encontré con aquel horizonte inalcanzable. Levanté las manos y palpé mi nuevo rostro. Sólo tenía un ojo, insertado en el pitorro del recipiente. Lo tapé con un dedo para comprobarlo. El asa no parecía contener ninguna utilidad fisiológica. Serviría sólo para ser transportado, quizá contra mi voluntad. Sin darle mucha importancia al renacimiento facial, seguí adelante.

Colocando la cabeza en una posición natural, miraba directamente al sol recién amortiguado. Para mirar el camino tenía que forzar el cuello tanto como cuando uno intenta inspeccionarse la clavícula con el indefectible gesto de sorpresa o de puchero que brota en los ojos y la boca cuando uno no es un botijo.

Entonces algo me detuvo. Algo que no sabía qué era me detuvo. Yo había sido judío, cristiano y musulmán en diferentes etapas de mi adolescencia, que es cuando uno está más abierto a los placeres de la delegación, pero sólo conseguí rescatar dos ideas del repentino torrente de imaginería religiosa que llegó a la arcilla porosa: Moisés abriendo las aguas y Josué deteniendo el sol.

El sol volvió a salir de las nubes y la tierra comenzó a temblar. Una línea se abrió entonces desde mis pies hasta el horizonte, una línea negra que se fue ensanchando poco a poco, haciendo que la arena y las piedras se filtraran hasta el infierno. En unos minutos la línea se convirtió en un agujero de mil metros cuadrados. Tapé el pitorro con el índice hasta que la polvareda se disipó. Después vi que a mis pies comenzaba un sendero y que el fondo de aquel boquete contenía una ciudad nocturna y una carretera flanqueada por luces.

Era el famoso Underground.

No sé cuánto tardé en bajar aquella montaña. Supongo que un día, aunque me fue imposible hacer ningún tipo de contabilidad al margen de la del sentido común que, estando drogado y tratándose de cuestiones temporales, podía ser completamente inútil.

Cuando llegué abajo tenía las piernas destrozadas, igual que la mano que no sostenía el bastón, la izquierda, con la que me apoyé en la tierra en más de una ocasión en que esquié en lugar de descender caminando. Las luces de las farolas de aquella vía que parecía acabar en la ciudad estaban a unos cien metros del final de la estribación. Me estiré, me limpié la ropa con las manos y caminé con dignidad y prudencia hacia ellas. Girando levemente el pipo pude ver un cielo negro lleno de estrellas. Vi el hueco de donde yo había nacido. Se fue cerrando poco a poco, hasta que el cielo nocturno se suturó por completo, convirtiendo el principio del sendero en pico y fin montañoso. Llegué a una de las farolas. Entonces comprobé que iluminaban un carril de asfalto pintado con rayas amarillas en sus bordes. Alrededor de las luces vi cientos de insectos volando y chocando contra el cristal de las bombillas con entusiasmo.

Caminé hacia la ciudad. Las farolas estaban dispuestas a veinte pasos una de otra por cada lado de la carretera, coincidiendo cada luz con el centro de la distancia que separaban las del lado opuesto. Eran amarillas, potentes la mayoría, con alguna excepción moribunda que rompía la continuidad de mi trayecto de forma interesante y humana. Caminé y caminé por aquella noche infinita y negra, inundada por la fricción de los grillos. Estaba viviendo una experiencia digna de Ulises y estaba siendo consciente de ello. Lástima que también estuviera siendo consciente de la ridícula cáscara que llevaba en la cabeza, y de hasta qué punto convertía aquella aventura insólita a través de dos mundos en la peregrinación de un anormal. ¿Cuándo desaparecería? Es cierto que las cosas, igual que llegan, se van. Ocurre con las alergias primaverales. De repente un día notas la llegada de esa hipocondría y ochenta años después desaparece. Sólo se necesita una cosa, me dije. Un poco de paciencia. Sonreí con la boca arcillosa y permanentemente abierta, e imprimí más ritmo a mis pasos. La ciudad estaría a veinte kilómetros, calculé.

Me giré de pronto, y con una intuición de precisión increíble, apunté mi ojo a una luz lejana que llegaba por mi espalda. No había oído nada, tampoco había visto nada, pero me volví y localicé aquel vehículo que se aproximaba por la carretera. Supuse que las carencias del botijo se suplían con un nuevo sentido que no conocía, pero que podía usar inconscientemente. ¿Qué sería aquello? ¿un tren? No había visto nunca una plataforma ferroviaria tan rara como aquel asfalto gris y grumoso sobre el que caminaba. Parecía un camino antiguo. La luz se acercó hasta unos doscientos metros, y entonces sí pude ver que se trataba de un coche, uno de esos automóviles de cuatro ruedas usados en el pasado por las personas que se transportaban a la playa, a una ciudad, o al lugar donde se perpetraba un atraco. Sólo había visto aquellos artefactos en televisión, pero me eran bastante familiares por los millones de películas que se filmaron en la época en que tanto abundaban. El coche ralentizó la velocidad al detectar mi figura allí parada, esperándoles. Conocía el gesto de felicitación articulado con el pulgar, pero el resto de tics desplegados con los dedos habían desaparecido de la vida cotidiana. Intenté recordar cuál era el gesto que se usaba para hacer la petición de subir a los vehículos. Lo había visto en cientos de Dogvilles y Beethovenes. Alguien caminaba, estiraba un dedo y uno de esos vagones autosuficientes se paraba y lo recogía. Pero ¿qué dedo era? Sabía que el dedo se estiraba y se dejaba a la vista. De ese modo dejaba uno claro que no sólo paseaba, sino que lo hacía porque no poseía un modo mejor de viajar. Dudé entre el pulgar y el corazón. Los dos gestos manuales me sonaban. Quizá sirvieran los dos. Me decanté finalmente por mostrar el dedo corazón de forma frontal, de modo que pudiera ser visible a aquel parabrisas que se acercaba lentamente a mí. El brazo estirado, el puño cerrado y el corazón a la vista, muy recto. Sí, así era, pensé. Y afianzando la postura, aguardé la llegada del coche.