lunes, 3 de septiembre de 2007

Falta de estilo

Uno de los más acuciantes problemas de la sociedad contemporánea es la falta de estilo. Tarantino, que es de los pocos que se pueden salvar de esta afirmación, asegura que el robo, como cita, legitima la supuesta creación ya que todo está hecho. Es la gran premisa posmoderna, que nos otorga a los vivos un papel bien triste en el párnaso de la historia. Pero es un papel, al menos. Lo que de verdad amarga es entender que ese papel menguado por la saturación creativa ni siquiera es público. Lo poco que deja la historia siempre lo devoran las hienas. Los buitres nos quedamos sólo con el espectáculo de la carroña, a debida distancia. Si es usted un don nadie, como yo, no le servirá de nada la arquelogía. Lo pude comprobar hace años, cuando trabajaba en la oficina de una empresa de cuyo nombre no quiero acordarme. Era una oficina gris alumbrada por lámparas fluorescentes, de esas que dejan con el tiempo la típica tez de tortuga a quienes tiene el honor de iluminar de ocho a seis y de lunes a viernes. Yo allí me aburría y me deprimía. Sólo me llevaba bien con Margarita, la secretaria. Me hartaban las frases de mi jefe, que eran siempre la misma: dale una vuelta. Lo que escribía nunca estaba del todo bien. Como si hiciera churrascos en una cocina, siempre tenía que darle vueltas a los textos, pulirlos, mejorarlos. Una vez escribí un texto y decidí darle una vuelta por mi cuenta. Se lo di a mi jefe y me dijo: dale una vuelta. Después le entregué el primer borrador y se quedó tan contento. Decidí cambiar mi estilo, más bien copiar alguno que alternara bien con los desmanes de aquella luz fría con ojeras y de aquellas frases huecas y obsesionadas con la rotación. Me decidí por el gran Humphrey Bogart, quizá para ganar seguridad y eliminar de mis textos esa necesidad revisionista. Pero nadie me entendió, y mi jefe, menos. Una mañana llegó a mi mesa con un montón de papeles. Antes de que abriera la boca, dije: nunca hablo de negocios antes de desayunar. Alzó la voz y me amenazó con una subordinada condicional. ¿De veras?, pregunté irónicamente, moviendo un palillo de dientes entre mis fríos labios. Aquella misma tarde mi jefe me había firmado el despido. No lo había comprendido. Me llamó a su despacho y me tendió el documento definitivo, con el finiquito incluido. Lo leí. Y se lo lancé. El papel cayó de forma muy elegante sobre su mesa, dando estupendos giros. Dale una vuelta, dije. Y me marché de allí, ajustándome el sombrero y sonriendo a Margarita.

No hay comentarios: